Llegan las ansiadas lluvias, que tras un invierno extremadamente seco, se han hecho esperar más de la cuenta. No sabemos por qué unos robles comienzan a despuntar en tímidos brotes verdes mientras otros, junto a ellos, permanecen aún sin hojas. Las jaras ladaníferas salpican de blanco las solanas de las sierras del Centinela, de Alor o de Hornachos. Van desapareciendo las especies invernales como grullas o milanos reales y recibimos los heraldos de primavera de las especies migratorias que vienen a reproducirse. Ya se escuchan tímidos cantos de los cucos, aunque todavía no han llegado ni los vencejos ni los ruiseñores. Algún milano negro patrulla las carreteras a primeras horas de la mañana en busca de algún cadáver atropellado durante la noche anterior. Y es que la Naturaleza no entiende nuestras fechas, regresa cada año cuando menos te lo esperas, para comenzar de nuevo el ciclo de la vida.
Los campos de cereales de invierno tienen este año seco poca cobertura, y por ello quizás le cueste ocultar su nido al aguilucho cenizo, al sisón o a la avutarda que ahora comienza su «rueda».
Sin embargo, el correr de las aguas formando tímidos arroyos que llenarán los acuíferos bajo encinas y canchales, auguran lo que será la mejor reserva del largo verano. Al caer la tarde comienzan las algarabías de los sapos corredores, que llenan la vegetación de las incipientes charcas y lagunas con los rosarios gelatinosos de sus «puestas», adheridos a las orillas. Tras ellos vendrán cigüeñas, garzas y charranes, y es que la vida se renueva con cada uno de los aguaceros primaverales que ahora se suceden.
Texto y Fotografía: Juan Pablo Prieto